Pistilos del miedo
Nada vean, sálvense, mínimas neblinas.
Pájaros de penumbra
en los que hierve mi sangre.
No beban de mi frente
por más que suba contra ustedes
como desde el árbol de su fijeza huye el niño
de aquellos mastines que se reparten su tacto,
su respiración hecha a estancias más abiertas.
Enturbiar no se dejen
por mi enferma mirada.
La habitó en otras noches el ángel migratorio
ardiendo alucinado sobre el aljibe.
Mutilados, caídos en las formas estén.
Tiéndanse dentro de sí destronados;
envenenadas flechas,
quiebre el metal del rito
en un agua a lo lejos.
Águilas que cantan para mí
la hora del mediodía.
Albatros esplendentes por la gastada música
de un organillo mustio.
No esperen mi alimento.
No se sientan prometidos a esa transparencia
que abulta mi garganta como un grano de alpiste.
Soy mentira. Mi sombra no es la encina
cuyas hojas el viento agorero esparce,
ni siquiera un cristal
donde el ungido de los desiertos,
detrás de sus cejas, teje y desteje
el tapiz, el humo de la herida.
Callo para ustedes.
Todo estela de nervios
para ustedes. Mis cárceles aéreas.
Equilibristas míos a ras del horizonte.
Ha llegado un crujir nocturno de columnas.
Un monte como espuelas
dentro del instante más húmedo.
La sospecha de que alguien borra nuestras pisadas,
pero no el laberinto. Pero nunca el deseo.
En: nuez sobre nuez (Ediciones Sed de Belleza, Santa Clara, Cuba, 2004).