La llamada materna
No sabía en qué momento del día anterior me quedé dormido, ni por qué acababa de despertar, de repente, en medio de la noche. Todas las luces de la casa estaban apagadas. Y recordé, mientras reconocía el interior del cuarto y las sombras de los muebles, que vivía solo y que no podría hacer nada para solucionarlo. En eso, oí un ruido en otra habitación. Y gracias a que me encontraba en el primer cuarto, pude dar un salto y correr rápido hacia la sala y prender la luz. El interruptor quedaba al lado de la puerta de la calle. Y, entre el teléfono y la puerta, me detuve, asustado.
A esa hora ya no se sentía a nadie afuera. Sólo el silencio de la noche envolvía la casa.
Empecé a escuchar un suave roce. Comprendí que, lo que fuera, había empezado a deslizarse desde el fondo de la casa, a través del pasillo oscuro. Entreabrí la puerta, preparado para huir. Cuando, hallándome ya perdido y enfrentando sin remedio algo insoportable, apareció lo que menos esperaba, el perro, que movía su cola huesuda y blanca, y vino a lamerme los pies.
Respiré aliviado mientras cerraba la puerta.
Pero, entonces, el ruido volvió.
Arrastraban o desarmaban algo.
Agarré otra vez el picaporte. En esta situación no poseía para protegerme nada mejor que la cercanía a la puerta de salida. Sin embargo, noté que aquel ruido daba vueltas en el fondo de la casa.
Azoré al perro, porque sabía que iba a actuar como siempre que se sentía reprendido injustamente, iba a retirarse hacia el patio, pasando a través de los cuartos, el baño y la cocina. Y, si en su trayecto notaba cualquier presencia invasora, reaccionaría de forma también predecible, con ladridos y sacando los dientes.
En efecto, bajó la cola y se retiró. Sentí el suspenso de cada paso que daba con sus paticas cortas a través de las habitaciones vacías, hasta que llegó al final. En ese momento entendí claramente lo que significaba el silencio allí, su silencio jovial de animal doméstico: parecía que gracias a un perro hubiera recuperado mi propia casa de manos de un probable asesino o algún ladrón desconsiderado.
No obstante, estando el animal callado, volvió a producirse el ruido mecánico y angustioso. Y provenía de aquella misma parte de la casa adonde había acabado de enviar a mi perro, ¿cómo era posible?
Tenía el aspecto de un roce entre objetos que sugería el cuidado de una persona concentrada en una tarea desconocida.
No conseguí pensar con objetividad de qué pudiera tratarse. Y no atiné a armar una teoría, ni a actuar. No hasta que se oyó la voz de mi madre, cálida, despreocupada, hablando de algo sin importancia y llamándome a su lado.
Para satisfacer o borrar mis dudas, vino el perro a buscarme, corriendo y moviendo la cola, y empezó a mordisquearme los dedos de los pies.
Dejé de sufrir miedo. Y ya me descongelaba para caminar también en busca de la protección de ella, obediente, cuando sonó el teléfono. ¿Quién se atrevía a molestar a esta hora de la noche? Esperé a ver si el que llamaba se arrepentía o rectificaba algún número marcado incorrectamente. Pero no. El teléfono seguía sonando. Y lo levanté.
—Amor mío —oí su inconfundible voz—, ¿por qué no tomabas el teléfono?
Dijo que llevaba mucho tiempo intentando establecer comunicación conmigo, hablaba de manera atropellada porque temía que de un momento a otro cortaran la línea. Quería revelarme un secreto. Según ella, era un gran consejo que siempre guardó para cuando ya no estuviera a mi lado. Pero no me lo decía, y prolongaba nuestra conversación entre detalles intrascendentes. Sin duda el aviso que necesitaba darme ya estaba implícito en el solo hecho de recibir su llamada, la forma en que conversábamos y el tono de su voz, como siempre, dolido. Poco a poco lo descubrí. En realidad, intentaba ocultarme la situación tenebrosa y el gran peligro en que me hallaba, temiendo que el miedo me paralizase si pensaba nada más en este hecho: su voz en el teléfono, para mí, probaba que otra persona, enferma y maligna, se había colado dentro de nuestra casa. Alguien, entonces, por alguna razón muy retorcida, quería hacerse pasar por ella, mi madre.
¿Pero, por qué un simple ladrón, o un secuestrador, se tomaría el trabajo de aprender a hablar igual que ella, con tanta precisión?
La mujer que cantaba en el fondo de la casa, como yo no le obedecía, se transformó en una voz áspera y un poco mandona. ¿Quién podía ser? Aunque mostrase ahora un lado de su temperamento menos agradable, también estos exabruptos resultaban los rasgos del carácter inconfundible de ella: en circunstancias así, cuando creía que ponían a prueba su autoridad, llegaba a comportarse de forma airada y hasta agresiva.
—¿Vas a venir? —me preguntó. Sus palabras cruzaron, desde el otro extremo de la casa a través del pasillo.
Por el teléfono, al mismo tiempo, mi madre me alertó casi en un grito que nunca me dirigiera hacia el fondo de la casa, o algo terrible podría suceder.
Aquella certidumbre de su presencia en la cocina, reforzada por los ruidos de la vajilla que al parecer quería fregar aprovechando que habían puesto el agua, y por la complicidad del perro, parecía advertirme contra los argumentos de una tercera persona, cualquiera, o quizás nadie, porque en definitiva se ocultaba detrás de una línea telefónica. ¿Sería sólo la llamada de un sádico aburrido? ¿Alguien con insomnio que usaba los números de la guía telefónica para divertirse? ¿Acaso aquella voz no se hacía pasar exactamente por la persona que yo esperaba recibir, y poniendo en mi oído sólo las palabras que más deseaba escuchar?
Entonces, un poco desorientado entre mis deseos y temores, dudé si soñaba. ¿Y si en realidad sigo dormido? En ese caso, lo que yo tomaba por una voz fingida y amenazante, proveniente del fondo oscuro de la casa convertida en una trampa, sería nada más el llamado de mi madre que, en la vida real, entraba en ese momento en mi cuarto y recogía el desorden y, como siempre, me hablaba y regañaba, aunque aún siguiera dormido. Dicen que el oído, entre todos los sentidos humanos, es el que más absorbe el medio ambiente y lo filtra de manera inmediata hacia los sótanos del sueño.
Si sólo estuviera dormido —pensé—, el carácter doble de la voz materna, o la superposición de dos presencias de mi madre, significaba que ella en ese instante me hablaba desde ambos lados, adentro y afuera del sueño. Y lo que consistía en un motivo de alegría, lo que me daba mayor seguridad: en ese caso, nunca se habría ausentado de nuestra casa. De ser así, el estado de felicidad externa no iba a cambiar, hiciera yo lo que hiciera, no importa a quien le diera la razón, si a la voz del teléfono o a la que provenía de la cocina.
Podía optar por seguir pegado al auricular sólo para entretenerme estimulando las frases enigmáticas de una supuesta madre-oráculo, elocuente y persuasiva, sólo para alargar una conversación que prometía un secreto. No importaba que detrás del teléfono se ocultase algún farsante o alguien puesto de acuerdo con el que entró por el fondo de la casa. Dijera lo que dijera, o lo que yo quisiese escuchar, al final siempre ella seguiría esperándome, aunque menos locuaz y sugerente, no en la cocina, ni al otro lado de un teléfono y la vida después de la muerte, sino mucho más cerca.
Si quería probar mi hipótesis y enfrentar una verdad insoportable que me hiciese volver a la realidad deseada, debía caminar hacia el fondo de la casa y, de ser posible, incluso, salir al patio.
Le di la espalda a la puerta de la calle y me acerqué a la sombra del pasillo que conducía a través de las otras habitaciones. Aún sostenía el auricular pegado a mi cara. “Por favor, hijo, hazme caso, quédate donde estás”, susurró en mi oído. Pero la otra voz, en la cocina, comenzó a entonar una vieja canción. Entre sus frases melodiosas, intercalaba algunas quejas lamentando que nadie quisiera ayudarla a fregar los platos. Colgué el teléfono. El perro, excitado, atraído por el canto, dejó de lamer mis pies y penetró en la sombra.
En: Secretos equivocados. Diario de sueños (Editorial Betania, Madrid, 2015).