El ángel discierne ante la futura estatua de David
(Fragmento)
1
Mandé a clavar estíos y ventanas.
Oigo el martillo gastarse
y crecer bajo la tierra líquida de mi país.
Hasta que la penumbra de tanta soledad
ya no me conceda asentir otras líneas torcidas
en esta mano que iba a ser talada
antes de la transparencia.
Al filo de su espanto
se dobla la espiga de los cielos,
otro cuervo dibujado en la nostalgia del oro.
Vuelven en sí las gárgolas tras el humo que respiro,
en un sereno olor
ascienden como espuma los ojos dentro de la artesa,
diciembres de mi sombra que inflamaba la harina
soplando hacia aquellos más antiguos viñedos.
Árboles de ceniza triunfan sobre el vino intocable
y se despeinan en las laderas de mi memoria.
Por sobre el jadeo de los toros, vibra el bosque blando
y frágil más que el cuello del cisne cuando canta.
Anillos de fuego asoman
en los números rasgados en tablas de barro,
y es un ancho espaldar la ley caída en el zaguán,
el nudo de aguas que a golpes de trompeta
iba siendo azorado contra la medialuna.
2
Cuando en el fondo una espina de luz
acorrala disperso oleaje,
pierde alzada la nuez.
A ambos lados la sílaba
en el vítor indescifrable desde un confín a otro confín.
Pájaro mosca. Siempre el vendaval de mis insomnios
entre sus uñas que amontonan respiración violácea,
el silencio solar
atado en torno al árbol del aullido.
Cómo se asusta y cae, y vuelve
sacándome los ojos, sin hacer eco, limpiamente,
de ese modo que la transparencia asiste al agua.
Tanta desnudez para el caramillo
arando infinitamente en las pavesas,
antes debe afirmarse contra la última
piedra viva que es la ciudad.
Removidos follajes de sangre
dispuestos sobre la tapia del amanecer,
porque ya ningún otro pescador vuelva a alzar
los campanarios, el cobertizo de su mirada monte adentro.
Solo,
el mar ha sido atado
a la columna de la contemplación.
Torre defendida por mí y de mis ardientes asombros
hasta la última gota. Reloj de sombras
abierto en medio de un espeso olor a semillas.
Polvo devuelto al polvo, y las palabras
que iban secándose mientras en el brocal del pozo.
La luz desnuda es la lápida principal.
Y un coro de náufragos va empujándola con el vigor de un olvido
que cabe por el hueco de mi mano,
con esta astilla de sal girando también
sobre la húmeda boca del monte de los muertos.
Todo ya había sido dicho en la oscuridad,
en la piedra que lava
aquí mi corazón.
Tal vez persigo demasiado de cerca
mi vacío, ese espasmo de las nieves que acabará por zurcir
mi esperanza en el viento.
3
Dos maderos en cruz. Labios secos de norte a sur.
Sobre la garganta me empujan y viran al revés
porque no suena aquella dura moneda de agua
que abría y estiraba mi frente en los redobles.
Dos caminos cruzados.
Y desde aquí abajo parecen tan poco.
Voces bajo el sol.
Lentas puntadas de hilo blanco.
Nadie había sido invitado
a la danza perfecta de mi dolor,
y me expulsa.
Sobre la hierba fina casi asida al coral
se encastilla la ausencia sin palabras
ceñida en instintos como lunas.
Me hundo desde un anillo. Migas mojadas
en un silencio por latir. Círculos de la sed
al vulnerar la tela antigua del estanque.
Melodías para náufragos porque doran
vertiginosos tatuajes en la llovizna
donde debía ser gastado el corazón del cordero.
Mi definitiva piel de lobo
hecha a las caricias del cazador.
Atábamos las puntas
del desayuno como otra burla. Sobre el manto silente
nos fuimos pasando la primera piedra vacía.
Quizás otra ciudad
con el mismo sobresalto de una hoja en el aire.
Van entrando los vecinos
al repique de monedas.
Vienen por la mano hueca del ciego
que estira los días en un alambre.
A la sombra del violín
se dejan nombrar otra vez.
Hierbas. Sábanas. Peces.
Asoman para apretarse, uno solo,
dentro de su bolsa de piel
ennegrecida por el roce de las estrellas de cobre.
4
Yo debía arder como una quilla de anís
manchada por las horas.
Yo debía ondular en la soledad
como una espada bajo los flamboyanes,
bajo las almenas del miedo.
Otro niño recoge ese filo al pasar buscando su mente
extraviada, y lo agita entre todo lo invisible
como si alguien dijese acamparemos de este lado,
en las manchas pequeñas.
Mi fineza apostada a que nunca alcance
tanta quietud para la isla,
el incendio de unos novios
tomando por asalto el cielo municipal.
Ancianos y nodrizas
deben embaular pieles curtidas
cuando por la leche cruza el vagido de las abejas.
Palpo una herida de bronce que ciñe mi cabeza de fuego
y es el corno agrupando a los caballos
a través de la ciénaga.
Se miran a los ojos los amantes,
su ascender mudos desde la raíz
es venado que asoma entre la zarza ardiendo.
Desde la glorieta que durante el olvido de la ciudad
mantenía cuerpo de mujer,
daba cabida a los trombones de lata y a las flautas de hueso
ahora aterrorizados por la llovizna.
Se apuesta todo aquí
por tener algún día que huirle a las palabras.
Salir desde la luz hacia el caos vegetal y las tijeras,
las sandalias de hielo
y el aullido de las orillas con que están hechos
los muros habitables.
No aprendo a dejar de escribir el agujero de este sueño
mientras mis carnes se hinchan sobre el mástil.
Sobre un árbol golpeado por el suspiro
de un corcel y una serpiente.
Nuestros alientos fundidos en la redondez de una lanza.
La mirada doblándose en mitad de su pleamar
que saltó a tierra.
Desde lejos mi mirada debe parecer la punta
de un ala recogida.
5
Mandé a quitar el equilibrio de las garzas
a la entrada de la primavera. Que en su sitial
pueda verse echando nuevos pámpanos
el instante en que al pez ya no le quedan más ojos
con que respirar fuera de esta lágrima. Para siempre
florecido bajo el tosco cincel de la demasiada luz.
Mañana dirán cómo pude encerrarme así
con un trozo de mármol desprendido
a adivinarle el gesto, casi borde humeante
de otro naipe marcado.
Porque nunca conocí a tiempo la nieve
si ya había visto la risa de David.
Su desnudez cortante
a punto de rajar los continuos espejos.
Y era siempre él tan al alcance de una piedra,
de todo lo que cabe en una mano,
aquello que toma impulso por detrás de la memoria para alzarse
sobre el líquido medallón de la mirada.
Por más que arrojo mis vísceras
a la hora de tablas entrejuntas,
cuando la dispersa claridad de las islas
consiste en una cerrada conversación,
los ancestros encendedores de los cirios
permanecen en fila bajo la cúpula de su enorme sed,
en las mutaciones que harán estallar a los relojes
con la fluidez de una palabra viva
siempre igual a sí misma
que se irá acumulando entre las sangres y las ropas.
Todos se sientan a abanicarse allá,
alrededor de la nieve
mal soñada por quienes partieron antes de mí.
Ahora miento si creo que me fuera dado
este trozo de cristal
para vencer el miedo a quedarme
solo y de pie en la oscuridad
cóncava de mis pasos.
Sangro por mis mentiras.
Dentro de esta carcajada
como una multitud rabiosa que se acerca
a través de la espuma.
En: El ángel discierne ante la futura estatua de David (Ediciones Vigía, Colección del San Juan, Matanzas, Cuba, 2000).