Captain, My Captain
Nuestro albatros iba a nacer en alta mar. Sobre exiguas tablas de la casa, puertas, ventanas, nos hacíamos al horizonte aprovechando cada ruina del sol. Al verme descender al portal, siempre mi padre me miraba con la tristeza de quien va a escribir una carta.
Todo lo que hacemos en las orillas de la isla, cualquier conversación, simples roces de vasos, puede ser el último combate que nos vean librar bajo el cielo antes de partir, antes de abrirnos como tubérculos entre la luz apisonada como una costumbre.
Amamos el secreto de la isla desde que rendimos por primera vez los ojos al mundo dentro de una circunferencia de hierro líquido. Aprendíamos a dejarnos lastimar así desde el primer orgasmo con la repugnancia y la soledad de quienes van a morir vírgenes o jóvenes. Con el insomnio rojo o amarillo de los trigales de Van Gogh. Con la copa tallada en polvo de Osmar —poeta, bebido y persa, todo a distinta velocidad…—, quien soñaba una ocasión para quitarse como talego la vida delante de su Amo, y arrojar ante la puerta del granero una carga que nunca solicitó.
Nuestra tierra, hecha de pájaros muertos a mitad del mar, mueve su propio puño como una luciérnaga en los cantos que le escribimos sobre las losas de los baños por no tener una voz digna de su invisibilidad.
Cuando nos dejaban solos en la orilla sosteniendo antorchas, miradas recién nacidas, debíamos ver grifos y sirenas sudando, extrayendo vagones de oro. Y cuando subíamos al árbol del viaje, seguíamos obligados a amar la infinita musculatura de la pérdida, arboledas y palabras torcidas que escondían dentro de la sal un remanso de nieve.
Me negaba a dormir sobre cangilones de una noria. Asumía el abismo de partir con mis dientes la cuerda de mi corazón feliz, aunque el cedro de la copa nunca pudiese darle ventaja al fuego escanciado. Y huimos hacia el mar. Antes de que él nos hallara, elegimos el mar. La corona del mar ciñó nuestras cabezas.
Dejábamos la cena servida, grano de arroz enfriándose en el pecho cuarteado de la madre. Finalmente, también podíamos nacer por una culpa sin nombre, caer de la silla guardada, asir la palabra o el silencio, antorcha de los muertos.
Un hijo, único, inexperto, estaba a punto de acurrucarse entre tus piernas a que le diésemos nombre. Cada noche desclavábamos las tablas de la casa, puertas, ventanas, y nos concentrábamos en ganarle al agua el idioma del horizonte. Pero, al volver el sol —¿estrechez, miedo a atalayas de la costa y sus hogueras?—, allí estaban nuevamente las hojas de nuestras viejas libertades, ventanas, puertas, girando sobre sí mismas, intratables, mordidas y lamidas por el óxido del alba.
Todas las puertas del país simulan funciones tan imperturbables como abrir y cerrar, pero en lo más profundo e impredecible de nuestro destino, son solamente despojos de un naufragio en potencia, barcos improvisados, a la deriva.
Mi padre, aunque siempre esperaba despierto la entrada de la luz, en una casa alzada con sus manos, nunca se atrevía a cruzar la puerta antes de sentirme sacarla del agua negra, chorreando silencio, cada amanecer, y amoldarla otra vez al muro.
Al mismo tiempo que las olas nos salvaban de la orilla, hundían alfileres detrás del párpado, vacíos imposibles. Casi todos los cómplices del crimen de la infancia pasaban por nuestro lado riendo, entonando con orgullo las viejas oraciones desesperadas a la virgen.
Habíamos llegado cuando estaban abiertos los fosos, distribuidas las almenas, José había martillado la estrella de la isla con fuego y solo quedaba esperar, en Numancia, en Jerusalén, la visita sin anunciar de un ángel.
No he sabido mantener toda la noche bajo llave a animales de aciagos vaticinios. Embadurno con sangre el dintel de la casa para que tanta oscuridad pueda verse brillar desde las nubes. Te espero aquí, a la salida del mundo, hijo.
Quieren obligarme a rodar una estrella solitaria alrededor de la cima, escapar en círculos entre cuatro linternas de agua, ahogado, pulido contra el fondo de esta voz mía que no se acostumbra a escoger la mentira menos honda. Nunca alcé y vacié mi vida. Nunca lancé mi copa al rostro sin facciones del dueño.
Los médicos nos piden como a vulgares mendigos que tengamos paciencia para verte crecer. Ella reza sin voz debajo y encima de tu almohada. Apenas logro darle orden a la verdad donde vivo, al mar en que se agitan las cuencas de mis ojos, puertas, ventanas, sin un marco de cedro, una casa, o una simple pared a donde volver con la primera luz que descienda por las costas.
Dentro de cada caracol a que acerco mi pecho, oigo la voz de un nuevo grumete. Canta muy distinto. Se ha apoderado de un timón más grande que todos nosotros.
En: Mi pequeña diferencia del mar (Ediciones Unión, La Habana, Cuba, 2018).