Una pelea cubana contra el hastío
Las fiestas de bandos fueron una tradición muy popular en todos nuestros campos. Uno de los más lejanos antecedentes se remonta a 1826, cuando el opulento Conde de San Fernando de Peñalver dividió a la población de Guanabacoa en dos bandos, con los títulos de San Francisco y Santo Domingo, para unas fiestas que duraron quince días entre lidias de gallos, bailes, cantos y cabalgatas. Durante el siglo XIX y la primera parte del XX, comercios, sociedades de recreo e instrucción, emisoras de radio —especialmente mediante los poetas repentistas—, se convirtieron en promotores de estas celebraciones. Casi la totalidad tuvo un carácter más o menos circunstancial y transitorio. Pero el tiempo, es decir, el pueblo, sin dudas prefirió para sobrevivir a La Fiesta de los Bandos Rojo y Azul del poblado de Majagua. Hoy por hoy los vecinos de esta localidad avileña se dividen en “azules” y “rojos” casi desde la cuna, sin atender a normas geográficas, dándose comúnmente el caso de que un mismo techo cobije a fervientes de ambos bandos.
El juego, la competencia, es uno de los resortes que más ha impulsado la popularidad de la décima y su dialéctica actualización en el marco de las tradiciones. Juegan dos poetas a contender en la controversia. Juega el repentista a hacer una carrera de obstáculos en el menor tiempo posible, sin tumbar ninguna de las barreras impuestas por la estrofa y sin ser descalificado por sus oyentes. Juega el público a poner en entredicho la autenticidad del improvisador lanzándole pies forzados. Juegan, en fin, los poetas, y los poblados, a enfrascarse en una lucha de bandos irreconciliables. Tal rivalidad es al final un simulacro, de ello todos suelen tener perfecta conciencia. Sobre esas delimitaciones escenográficas viene a plantearse, no obstante, otra disputa genuina, menos visible, en pos de los méritos que da la satisfacción artística alcanzada. Viven los improvisadores, además, en permanente celo; se retan, tienen por lo general una convivencia permeada de fricciones, lejos de la imagen bucólica, pasiva, que pudiera alguien hacerse desde lejos. Luchan, constantemente, contra las palabras, contra el idioma y la misma tradición, en busca de originalidad. Se defienden como pueden del fatalismo del aislamiento, intentando superar su formación cultural basada en la oralidad.
Sirva como sazón de estos razonamientos, y a modo ilustrativo, una sencilla proeza poética que tuvo por escenario al parque José Martí de la ciudad de Ciego de Ávila en una Feria Nacional de Arte Popular. Tomamos la décima de la revista Imago (C. de Ávila, No. 3 de 1998), donde la publiqué acompañada por el siguiente comentario:
“Alfonso González Lemus (Chicho), vecino de Jatibonico, improvisaba ante una gran concurrencia, cuando pidió al público un pie forzado. Alguien se puso de pie, botella en mano, y gritó: ¡Una flor para mi pueblo! Él trató de hacerse el despistado: Ah, ¿usted quiere decir para mi pueblo una flor? Pero aquel intruso replicó, desafiante: ¡No! ¡Una flor para mi pueblo! ”A todas luces, el advenedizo, con algunos tragos de más, lo quería obligar a una vergonzosa rendición. En las mentes de todos los presentes no podían vislumbrarse tres palabras con terminación igual. Lemus se resistía, estaba siendo empujado al descalabro.
Concluye el comentario en la revista: “Y, de pronto, detrás de Chicho empezó a sonar el laúd. Cada verso saldría de su boca seguido por el tenso mutismo de la expectación colectiva”.
Sencillamente tendré
en tan difícil instante
que inventar un consonante
para responder a un pie.
Acudo al Cucalambé
con estos versos que amueblo,
y, sin ser niebla, nieblo
sobre las aguas del río
donde trae el verso mío
una flor para mi pueblo.
Cuentan que cuando el retador subió a la tarima, botella en mano, eufórico por la victoria de su “rival”, y quiso brindar con el poeta, este lo conminó a fajarse. Por suerte la sangre no llegó al río.
Cuestión de familia precisamente ha sido la fiesta de bandos de Majagua, desde sus orígenes allá por la década de los 20 del pasado siglo, cuando Pedro García, alguien muy alegre y conocedor de la música campesina, enseñó a sus hijos Irene y Alejandro a bailar Caringa y Zapateo. Los dividió luego en Azul y Rojo para incentivar la competencia, y así, todo parece indicar que entre 1929 y 1930, se celebraron los primeros “Bailes guajiros” en el seno de la Sociedad de Instrucción y Recreo Unión Latina. El juego empezó en el baile, pero terminó por describir una parábola que hoy agrupa prácticamente todas las manifestaciones de la cultura y la vida comunitaria, con la poesía como signo aglutinador. Dentro del clima festivo y creativo que envuelve a Majagua, ha encontrado la décima condiciones para brotar, florecer y multiplicarse, siendo espontánea expresión de realidades vivas. Su sentido polémico, su estructura ductil a la narración, y esa vieja costumbre de utilizar todos los elementos circunstanciales como factores de un drama humano, tienen mucho que ver con su salud, con su renovación permanente.
Las siguientes estrofas son anónimas, pertenecen a la memoria colectiva. Una referencia a la antigua sociedad Unión Latina hecha en el penúltimo verso, nos hace pensar en cierta longevidad. Las he encontrado en Majagua en el año 2000. El hombre o la mujer que las creó —o que puso un primer grano de arena dentro de la ostra, para que luego generaciones pulieran— sólo quiso dejarnos indicio del color de sus sentimientos.
Vuelvan, Rojos, a pedir
clemencias al firmamento
porque ya llegó el momento
de volverlos a pulir.
El Azul vuelve a surgir
y trae entre sus canciones
las más bellas expresiones
al son del tiple y el güiro,
que en este baile guajiro
volvemos a ser campeones.
Ver la linda guajirita
toda vestida de fiesta.
Ella es como la floresta
de mi preciosa Cubita;
flor de fragancia exquisita,
sueño de raros antojos.
Con nuestro cielo en los ojos
yo firme y confiado creo
que si baila el zapateo
será envidia de los rojos.
En: La sombra en la espiga canta. Panorama de la décima avileña (Ediciones Ávila, Ciego de Ávila, Cuba, 2004).