Última miniatura de Boloña
Vedado
Corazón mío:
este que no empaña
el cristal de las manos cuando al polvo las cierro
y jorobas opone al tiempo color hierro,
a sencillas costumbres que subastan la hazaña
de sentirte a mi sombra. Parece apenas caña
hueca desencajada por una suave brisa
del mar, y con él debo plancharle la camisa
a algún nieto o pasar un paño por el fondo
de los platos… Te escribo, sin embargo. Me escondo
para hacerle agujeros al tapiz de ceniza
y silencio que ufana tejí mi vida entera.
Mientras iluminabas las gradas espaciosas
de la música —dándote raros signos sus losas
y columnas— yo ardía, muda como la cera.
Me sentí a buen recaudo porque mi hermana afuera
vio una nevada y dijo: «Tú eres el manantial
del eco que no cesa, luz viva…» ¿Qué hice mal?
Ahora las cosas casi sin nombre, cotidianas
—tus amantes en vida—, me clausuran ventanas
y puertas, no prometen ni una pizca de sal,
ni fe o resignación. Ya este marchito pelo
no se deja hacer nudos. Los fósforos no encienden.
Vuelca un búcaro el aire. Mis ojos se desprenden
de tu voz, Eliseo, y giran por el suelo
como perlas saltadas de un collar. ¿El consuelo
está en fingir que es una rosa mi cruz, que mella
aún tu risa de niño los candados, la estrella?
¡Cómo extraño tus hombros sin alas y la tos!
¿No tener a qué asirnos es ser un poco Dios?
Nada ha quedado en pie. Así es la vida.
Bella.
En: Epitafios de nadie (Ediciones Oriente, Santiago de Cuba, 2008).