Aprendiz de dictador
Sostengo el tráfico oculto de los días,
callados bronces y llameantes vinos.
Intocables contornos de mi pecho.
Va subiendo el fuerte olor a sombra que debiera delatarme.
Iban siempre los silencios del agua por mi rostro
como si pudiésemos temblar después que nos han cortado.
Veo pasar mi vida y no aprendo a maldecir
el redoble, la bota ensangrentada.
¿A quién gritar para que cierre
la puerta —toda— sin mirar, sin miedo
a darle la espalda al animal que aquí dentro
se va rajando como una vasija?
Debo asomarme a la llovizna blanca y recia
donde fue pensado el mantel
roto y sucio de mi mesa. Y al algodón de mi cama.
Y a estas torneadas maderas de la locura.
Debo ser visto en el aire de la isla que me prohíbe los ojos.
Es día de estar presente cuando exprimen
naranja canora que ha decaído por mis hombros.
Utopía tan flácida y no deja una sola mancha.
Restos de desayuno por el cuadrante íntimo,
deus ex machina, cucharaditas de azúcar
con que se mide la eternidad entre el café y la leche,
crematorios, murmullos en la zarza
con que el poeta de provincia intenta cubrirse.
Tapar a un mismo tiempo el frío de los pies
y el sueño que consume la cabeza de fósforo.
Extranjera multitud ha gemido frente a los mármoles
para uncir la memoria perdida de un país de palomas.
Vinieron con oficios más pesados, éxtasis y orquestas
como monedas bajo la lengua al pasar por el agua
manadas innombrables de gaviotas expuestas al yugo.
Entre todo este asco, creí sacar
mi alma con las uñas.
Viene ahora creciendo el golpe, lógicamente: cómo no me está
permitido saber qué es lo que se astilla en mi cuerpo.
Retablo de siluetas no puede más con la vacía cruz
y llueve, por abajo de mi puerta, entre mi corazón
y la tierra todo se hace espuma, a mordidas
sube el nivel del cielo, inundan
cenas de rabia las veloces grietas.
Soñaba que moría una muerte privada,
mía sola
agrandando su lomo en el dintel sangriento de la casa.
Por encima de la ciudad nacía el ángel,
ah, trueno de cenizas.
Mi dolor se despierta, un monje amanuense
medio dormido entre la medianoche
a otra lentitud de aguas esquilma sus círculos
y avanza en zigzag, abrigado por la tregua
femenina de un candil:
«¿Quién? ¿Esta sedición de lirios menos doctos
qué veranos desplaza?»
Se abre el olvido sobre la descomunal nieve.
Amanece un tropel de cimas respiradas.
Y el mediodía gorjea al fondo, posado
sobre la estatua que pisaba los papeles después,
cuando dejen de soplar mis dos ojos mojados
a esta pequeña llama que no fui , que no crece.
En: Un pez sobre la roca (Editorial El mar y la Montaña, Guantánamo, Cuba, 2004).