Encarnación de la ausencia
Si un elemento debiéramos destacar por encima de otros en cuanto a la conformación del mito de Dulce María Loynaz dentro de la Literatura Cubana, su presencia enigmática siempre avasalladora, este sería a no dudarlo su particular forma de participación a través de la ausencia.1 Y cuando aquí nos referimos a mito, entendemos por tal esa imagen actuante más allá del estrecho perímetro de la obra personal y de los análisis hechos por críticos acuciosos, esa imagen que se imprime en la conciencia colectiva como un hecho humano que desborda cualquier connotación gremial, literaria, y ejercita de manera visible sus profundos rasgos de fenómeno social, entidad psicológica, incluso representándose en el pensamiento como una realidad inevitable.
Es la más difícil de todas las grandes poetisas hispanoamericanas porque es la más ausente de todas las realidades, aun de las realidades con fisonomía, enjundia y trascendencia poéticas.2
Desde sus primeras publicaciones, cuando su nombre empezaba a ser canon poético en Cuba, ya la figura de Dulce María parecía inscribirse en un espacio y un tiempo agónicos por su naturaleza fugaz, inasible. Pero, a pesar de que tenía muy nítidos antecedentes esta imagen romántica de poetisa en éxtasis, aislada, a la que el mundo cierra sus puertas, es a partir del triunfo de la revolución en 1959 cuando el mito adquiere su mayor patetismo y hegemonía. Sucede así por varias razones. Claro, la primera de todas no es otra que la solidez de una obra que hasta cierto punto imponía una acentuada sutileza en el devenir poético nacional, con una coherencia y problematicidad muy personales. Este fundamento sirve de base a todo un sistema de relaciones quizás más complejas y dilatadas. Téngase en cuenta que Dulce María desde 1953 dejó de publicar poesía inédita en Cuba, hasta 1991 en que apareció su libro “Poemas Náufragos”, y que, además, dentro de este libro publicado a fines del siglo XX, el último texto escrito es los Poemas del insomnio, fechado en 1960. Ya desde entonces ella se había apartado no sólo de la vida pública sino también —lo que indica mayor grado de trastorno— de la creación poética. Y, si antes los lectores con razón se sintieron atraídos por los textos que no salían a la luz de las imprentas, nunca como a partir de este momento sería profundizado el interés por su ausencia, por su silencio. El proceso revolucionario, además, universaliza a Cuba como alternativa popular de emancipación social, entonces dentro de la isla el pasado remoto y reciente es removido y decantado de acuerdo a las radicales transformaciones de cara al futuro, por lo que, en la nueva actualización universal del conjunto de la historia de Cuba, resalta la Loynaz como ostensible trasfondo, figura de silencio grabada en el subconsciente colectivo, poetisa encerrada en su casa, ya sin nada que decirle a los que asisten al parto doloroso de una nueva época, inatendida en la vorágine de una nueva sensibilidad nacional. No debe parecer gratuito, en este orden de cosas, que el mito de Dulce María se aplique insistentemente como tamiz al diálogo que se establece de forma generalizada con el hecho cultural comunitario que significa la Revolución, una realidad y un diálogo que en el país desde 1959 conmueve todos los vasos comunicantes entre cotidianidad y literatura. Nada forzado que al cabo del tiempo su mito haya echado raíz en buena medida debido al misterio de una injusticia padecida por más de tres décadas como ineditez, como silencio y ausencia. Nada falso que precisamente a partir de la magnitud y trascendencia del hecho social, es que se reconozcan más vivos contrastes y mejor coherencia en la figura íntima de Dulce María. Este ha sido en verdad su particular estilo de participación en todas sus realidades. Si a partir de 1959 como nunca antes la actualidad de Cuba alcanzaba relieves en el ámbito internacional, y para entonces tal vez de forma hiperbólica el individuo ganaba en conciencia de protagonismo histórico, era de esperarse en el mismo orden una exacerbación de la actitud, de la naturaleza de la poetisa, sólo que en la misma dirección de su espíritu, hacia un reforzamiento trágico de su propia ausencia y misterios. De este modo, la Loynaz le pertenece de manera esencial a su tiempo, como a la cubanía toda y a la poesía: a través de la encarnación de la ausencia, y de experimentarla en términos absolutos, siempre de manera agónica. La injusticia es real como reales son su obra y su mito, es decir, como no menos lógico debe resultar el carácter armonioso, hasta cierto punto inevitable de semejante trinidad. Ella misma confesó en una oportunidad:
Juana de Ibarbourou es poetisa de la tierra, apegada a los suyos; Gabriela Mistral lo es del viento; Delmira Agustini, la del fuego; y yo soy del agua, de lo que se escurre, que se va…3
La fragilidad asumida como excepción, el intimismo y la delicadeza de menesteres constatables únicamente en la fruición del alma aislada, en el ostracismo del Eros, adquirieron desde un principio mayores dosis de sentido para Dulce María según la hacían contrastar como figura sobre los planos de un devenir nacional heroico, donde el río de la poesía como toda vocación íntima corría de manera subterránea, y la predispusieron desde un principio a tomar partido consciente por la voluntad poética de defender con todas sus fuerzas, con todos sus sentidos lo contradictorio, lo ausente. El suyo es un acto de resistencia ciega a la realidad exterior dominante, aunque mayormente en paradojal expoliación de sí misma, como compensación al mito familiar que ella debía acrecentar tras su padre haberle impuesto desde la cuna la custodia de una herencia heroica.4
Luego del triunfo revolucionario una promoción literaria de norma conversacionalista, coexistente hasta entonces con la de Orígenes y con voces más desasidas como las de Dulce María, José Ángel Buesa y otras, tomó por tribuna al suplemento cultural Lunes del periódico Revolución, órgano entonces el más importante de la dirección política del nuevo proceso social. Desde allí, toda otra tendencia estética sufriría sus ataques, y por trinchera, por nuevo sistema de legitimación sería antepuesta nada menos que la propia realidad política emergente. Autores como Lezama Lima,5 aún así, encontraron espacio en el nuevo orden de cosas para continuar sus proyectos y en cualquier caso, aunque sufrieran la pérdida del reconocimiento social y de oportunidades editoriales, nunca dejaron de escribir. No fue este el caso de Dulce María, quien se dedicó casi exclusivamente a los ritos de dirigir la Academia Cubana de la Lengua que tuvo por sede su casa, hasta el día de su muerte.6 No obstante, de ese estarse quieta en un rincón, más pendiente del pasado que del porvenir, continuó brotando y acentuándose el misterio de su obra ya hecha. Eliseo Diego, en 1968, se refirió a ella y sus hermanos de la siguiente forma: “Es ciertamente muy difícil, señora Dulce María Loynaz, dar algo a quienes, como ustedes, nos han traído tanto de eternidad con solo estarse serenos, recogidos, en el rincón oscuro donde la Isla refleja la luz, la sombra…”7 Pero en esa actitud de recogimiento, quizás lo menos real fuese la serenidad. Esa concentración de las fuerzas dentro de un aparte de la vida literaria, pudiera llevar a hacernos como espectadores la idea confortable de una Dulce María autosuficiente, encarnada en su ideario, absorta en una dimensión arquetípica de su pensamiento poético: por su función analgésica semejante reducción sería sólo eso, una píldora tranquilizante. El agujero de su soledad dentro del entramado social cubano, alcanza en el tiempo la fisonomía de un Alep que reúne muchos de sus fragmentos velados y dispersos, las aristas esenciales de su recurrente imagen de virgen sacrificada sobre el ara de la poesía. Son los jirones de un cuerpo martirizado para la glorificación del espíritu, donde se intensifican y complementan las distintas antípodas de su vida, su actitud y su sentido de pertenencia arbitraria a sus contornos. Ese agujero, abierto más bien al borde del acontecer nacional, como en la intuición de Eliseo “refleja” por último a una Isla con mayúscula, sinónimo de fusión de su realidad histórico-carnal con la más íntima en una angustiosa yuxtaposición de “la luz, la sombra”. Ella, en carta breve y muy confidencial a su amigo Aldo Martínez Malo, fechada el 4 de septiembre de 1991, se explicó su propio abandono con semejante dramatismo:
Vivo cercada de tinieblas, y aunque mi buen hermano hace todo lo posible por disiparlas, no siempre lo consigue. Vivo demasiado aferrada al pasado y aunque lucho por desprenderme de él, comprendo que es lo único verdaderamente mío, es decir, poseo lo que ya no existe.
Usted pregunta por mi salud ¿y cuál puede ser la de alguien que el próximo año cumplirá noventa?
¡Y qué pena ver desperdiciados treinta de ellos, los mejores para sembrar y recoger! Vano consuelo es decir que no fui yo responsable de ello. Después de haberlo probado, me era imposible vivir sin el calor humano.
Como ayer, su voz fue la única que logró traspasar el cerco de tinieblas; su voz llegó a mí cuando todos callaban resguardándose en un silencio cómplice de la injusticia.
Por eso ayer, cuando a través de lluvias y relámpagos, me alcanzó su palabra, me sentí defendida, no sé de qué, ni de quién, acaso de mí misma.8
Este no saber suyo, con que cierra su aparente reconocimiento gradual de las causas de la injusticia en que se siente atrapada, no consiste en un acto de impotencia, más bien es un recurso estilístico habitual dentro de su obra lírica, solución que transfiere la verosimilitud de sus experiencias al marco de la espiritualidad. ¿A qué injusticia puede referirse? De seguro a la palpable falta del calor humano, esa falta que en un resquicio de vanidad no puede menos que experimentar como el silencio de los que callan en torno a los méritos de su poesía, silencio envolvente como la fría y vasta tiniebla que nunca podría asirse ni encararse acusadoramente. La ausencia del calor humano sufrido por tantos años, es en ella comprobación suficiente para dar salida lo mismo a la amonestación amarga que al remordimiento, tratándose en su caso de alguien que todo el tiempo ha luchado con las palabras para demostrar(se) autosuficiencia absoluta. ¿Esta injusticia tan idealizada, tan general y ciega, estaría en sintonía con la sutilización de una vanidad igual de humana como literaria? Se lamenta aquí, en una reflexión hecha al poco tiempo de haber recibido el Premio Cervantes, de no haber sembrado y recogido en los mejores treinta años de su vida, o sea, desde 1961 hasta la fecha de la carta, casi la edad exacta del periodo vivido hasta entonces dentro de la Revolución, y, por su silencio en el confesionario de la poesía, culpa a los que a su alrededor instauraron un “silencio cómplice”. Pero tiene mucho de parecido esta misiva con otra escrita en año tan distante como 1939, tras la salida de su primer libro de poemas, Versos, muy dolida entonces por la escasa atención que le había prestado la crítica:
No sé si valgo o si no valgo y creo que ya ni me interesa saberlo; pero sé bien una cosa; soy cubana y no puedo pedir el interés cuando mi propio país –por ser el que es– me lo niega.
He publicado un libro y tengo ya derecho a hablar con experiencia: yo hubiera podido conformarme con una crítica dura, cruel, injusta quizás… pero no con el silencio, con la indiferencia, con este vacío de desgano y frialdad en que me he sentido caer con mi libro… creo que las personas que me quieran no deben pedirme que repita el paso…
No publicaré más nada en vida. Ni en la vida ni en la muerte, porque estoy tomando mis precauciones para asegurarme de que todo lo que he escrito desaparezca conmigo. Quizás algunas personas me tachen de egoísta pero con franqueza te confieso que me importa muy poco la humanidad futura, que probablemente ha de parecerse a la actual. Tú me dijiste una vez humilde y dulce… ya vez que no soy ninguna de las dos cosas.9
Al momento de escribir esta carta, incluso antes de publicar su primer cuaderno, ya se trataba de una poetisa incluida en varias antologías de indudable prestigio,10 aunque todavía Juan Ramón Jiménez no había publicado una semblanza de ella en la revista Sur de Buenos Aires. Por cierto, Juan Ramón con su poderosa intuición poética, en esta semblanza va a configurar temprano un signo bastante exacto de ella, de su mito y su obra, cuando llega a denominarla “poetisa dormida y despierta a la vez. (…) volcancito en flor”.11 Al respecto, es interesante cómo otros grandes poetas que también la conocieron en su época de mayor creatividad y vitalidad, a la hora de definirla eligieron precisamente hacer énfasis en lo de su contradicción, de su diálogo encarnado, su lucha interna, con la unidad indisoluble de lo activamente fuerte y lo débilmente hermoso, y de lo que hace acto de presencia ocultándose como floración de un misterio poético, remanso profundo de aguas que tropiezan. Eugenio Florit, hechizado por su aura romántica, la llamó “cervatilla asustada”.12 Carmen Conde, también adentrada en lo enigmático de su complexión espiritual, subyugada por su indefensión severa la definió como “menudo ciprés esbelto”. Continuando con una somera enumeración de algunos de los acontecimientos de su vida literaria, en 1938 Loynaz publica en la revista Grafos su poema “Carta de Amor al Rey Tut-Ank-Amen”, escrito en 1929. Vienen viajes, condecoraciones, contactos con los más grandes poetas de lengua hispana del momento, como con Juana de Ibarbourou en Montevideo en 1946. Y por fin en 1947 a pesar de todas las medidas que, según ella, habría tomado para que su obra completa desapareciese junto con su vida, publica en Madrid un nuevo libro: Juegos de agua. Versos del agua y del amor. Allí aparece, entre los primeros, el poema “Isla”.
“Isla” es un soneto violentado desde adentro, en su rima y en la distribución estrófica de sus versos entrecortados: violentado por la voz agónica de la isla que habla en primera persona describiendo, escenificando la tortura que significa insistir en su propia condición insular, el terror por ese peligro latente de desaparecer bajo la furia de las olas. Este poema desarrolla un sincero acto de comunión con su país, “por ser el que es”, al que ha sentido siempre como una injusticia que la hiere y aprieta con la certeza del mar a la isla o del mármol al chorro de agua de la fuente. La necesaria noción de injusticia tiene para la poesía la significación ontológica del impulso definitivo. Todo lo que es profundamente individual, inconsciente, deja entonces de regodearse en su abismo y reacciona ante la tortura adquiriendo una fisonomía propia, un destino. No por gusto, en el poema que colgó a la entrada del libro Juegos…, y bajo el mismo nombre del conjunto de los poemas, es donde ha establecido la deseada imagen de su identidad con el mismo grado de desasosiego o ahogo con que ella había intuido su nivel de originalidad en el marco de las letras femeninas de Hispanoamérica, como lo “que se escurre, que se va…”
Esta es agua sonámbula
que baila y que camina por el filo de un sueño,
transida de horizontes en fuga, de paisajes
que no existen… Soplada por un grifo pequeño.
¡Agua de siete velos desnudándote y nunca
desnuda! ¡Cuándo un chorro tendrás que rompa el broche
de mármol que te ciñe, y al fin por un instante
alcance a traspasar como espada, la Noche!13
El caudal del espíritu que aspira a compartir la desmesura del dolor como única posibilidad auténtica de crecimiento dentro de la historia de la poesía, su solidaridad con lo más fundamental de la experiencia humana, la hace sentirse parte del aspecto más ontológico y universal de su patria, criatura de isla, y aún más, isla misma, tierra cercada, devorada por el mar, por la vastedad simbólica de una circunstancia injusta desde cuya entraña recibe al mismo tiempo extinción y aliento:
Rodeada de mar por todas partes,
soy isla asida al tallo de los vientos…
Nadie escucha mi voz si rezo o grito:
Puedo volar o hundirme… Puedo, a veces,
morder mi cola en signo de Infinito.
(……………………………………….)
Crezco del mar y muero de él… Me alzo
¡para volverme en nudos desatados!
¡Me come un mar batido por las alas
de arcángeles sin cielo, naufragados!14
El ser aislado, al que “nadie escucha”, se rebela en el grito, pero solo alcanza a morderse la cola en su desesperación: no puede ir más allá de cumplir con una fatalidad, pues la misma experiencia de soledad injusta es la que lo justifica. La sensación de encierro infinito completa su circunferencia, al reconocer la necesidad del propio elemento opresivo, la imposibilidad de negar a su devorador (“Me come un mar…”), pues no es otro que el mismo mar de los gérmenes de la vida humana, de donde nace ella como isla. La profunda solidaridad está condensada en la imagen de la igualdad de una existencia agónica: mientras la isla se debate entre un instinto de altura y de profundidad (“Puedo volar o hundirme…”), entre emerger y ahogarse, luchar o diluirse, también el mar de las grandes olas desgarradoras, está compuesto precisamente por arcángeles caídos, con lo que resulta que la tempestuosidad altiva que desgaja y devora a la tierra es sólo el lastimero batir de alas de esos “arcángeles sin cielo, naufragados.” De esta sucesión de “nudos desatados” tan intensamente interiorizada, de esta noria, imagen cabal de la Historia humana y de la búsqueda o construcción progresiva de la personalidad (“desnudándote y nunca desnuda”), se desprende un apetito de fuga, de un no ser ni conocer más: encarnar la ausencia, la desnudez objetiva que acabe por traspasar y desenmascarar como espada a “la Noche”. Al final, en la relación opresiva del mar y la tierra no descansa la solución, ni siquiera el mismo problema de una sed mutua, sino muy por encima de la lucha encarnizada, en el cielo de la Noche. Ese estar “sin cielo” de los arcángeles, es el mismo modo de estar de la isla bajo la tempestad nocturna, que los funde en el deseo de ser la punta indiferente de una espada, de un chorro de agua apretado. Ausencia de cielo que es un cielo protector, aglutinante, y que no hace desaparecer las necesidades de una vida horizontal, centrada en sus especificidades, llena de una energía de “paisajes que no existen” y “horizontes en fuga”, sino que obliga toda esa riqueza a un “instinto de altura”. Renunciar, a través de toda la poesía de Loynaz, consiste precisamente en una paciente estrategia de liberación. Lo femenino deja de comportarse como elemento pasivo a libre disposición de lo activo o masculino, y, en el reino de lo sensorial, se compone de la reciedumbre poética de lo inasible, de lo que se resiste a ser cortado desde la raíz de su instinto de universalidad, se niega a ser allanado:
Soy lo que no queda
ni vuelve. Soy algo
que disuelto en todo
no está en ningún lado…
(…………………….)
Hombre que me besas,
tu beso es en vano…
Hombre que me ciñes:
¡Nada hay en tus brazos!15
Cierto que tradicionalmente Dulce María ha sido objeto de lecturas que, sobre sus diversos contextos, han hecho miradas demasiado llenas de prejuicios como para poder intuir la cimbreante punta de su aliento y seguir su rastro por entre las normas filosóficas, literarias y vivenciales de su tiempo. El principal vicio ha sido ese: entender por contexto de las preocupaciones de una poetisa, apenas una sola zona tangible de la realidad que al final siempre le quedará visiblemente estrecha, reconocer causalidad únicamente en determinada asociación de hechos políticos o psicosociales,16 ignorando que la presencia de una sensibilidad y un pensamiento poéticos se inscribe por excelencia en una más vasta esfera de la conducta humana, con necesidades tan excepcionales como arbitrarias pueden ser para la poesía las nociones de pasado, presente y futuro. Cintio Vitier se la representó de la siguiente forma: “En el arremolinado lienzo de aquellas décadas que vieron el fracaso de la revolución antimachadista, el repliegue intenso y tenaz de nuestras energías culturales, la irrupción de la nueva lucha finalmente victoriosa, ¿dónde situar a Dulce María sino en lo inasible, en lo insituable?”17 Y, siguiendo el mismo orden de apreciación, clamó Enrique Saínz: “Dulce María ha renunciado al diálogo fecundo con la historia pasada y presente. Ese aislamiento entraña necesariamente un arte que no refleja las circunstancias y los más apremiantes problemas del hombre”.18
Habría que tomar simplemente conciencia de lo imposible de dejar de formar parte de la historia, para advertir con sencillo asombro que la “renuncia” es otra manera de proseguir el diálogo, y de acusar. “Ese aislamiento”, esa voluntad de encarnar aparentemente “lo insituable”, de encarnar “lo adentro”,19 tiene la importancia de una verdad y una realidad interiores ya comprobadas en sus frutos. Es así que su poesía, de igual modo, al insistir en lo efímero, en lo inapresable, establece desde la materialidad de su propio trazado una vívida oposición a la verdad sensorial. Por cadena asociativa silencio, sombra y ausencia derivan en una línea temática constante que supone éxtasis, libertad, en medio de la medianía de una contextualidad perceptible por medio de los sentidos, pero permanentemente vaciada, aludida, utilizada casi siempre de forma negativa como referente indispensable para destacar la pertenencia mayor a un mundo de ensueños. Semejante dicotomía, con énfasis dada en la interioridad de las carencias que traslucen lo grandioso y externo de lo aludido, no significa una limitación a lo hedonístico, a lo privado y vulgar. Por el contrario, la aventura creativa de las palabras vueltas sobre sí mismas, se ensancha en busca de una verdad preverbal, asumiendo la autora como sus problemas más apremiantes no aquellos más inmediatos en el tiempo o en el espacio, sino los primeros en la emoción, los más generales, aquellos que la identifican, que la unen con los demás seres humanos y con cuanto de positivo y fecundo se repite en todas las formas de vida del Cosmos.
Para una representación de la encarnación agónica de la ausencia en la poesía de Loynaz, y de la fecundidad ganada, por medio de esta angustiosa pertenencia, en el cuerpo de su poesía y en el diálogo que allí se gesta entre individuo e historia, basta reunir algunos aspectos de la femineidad analizados en su obra y tratar de entender cómo fueron interpretados.
La circunstancial frustración del contacto amoroso, permea toda su lírica:
Tuve por tanto tiempo que alimentar la soledad con mi sangre, que tengo miedo ahora de encontrarme sin sangre entre tus brazos… O de encontrarte a ti menos en ellos que lo que te encontraba en mi ardorosa y viva soledad.20
Si la poesía es tránsito, y el amor es crecer desde la raíz de la conciencia, en ese mismo sentido el silencio, la ausencia es lo que da derecho a esperar siempre algo mejor. La femineidad utilitaria, reproductora, cercena la posibilidad del absoluto de la esperanza, corta el fluido del amor desde la raíz porque desaparece la meta superior como ausencia posible, como esencia ahorrada dentro de la alcancía de lo improbable. Inversamente, la imposibilidad, la ausencia en “Canto a la mujer estéril” se realza en la facultad de concretar lo más fundamental de la experiencia individual. La injusticia ontológica, su frustración es aparente: la ausencia de un fin inmediato, la esterilidad carnal sentida y apretada al máximo, va a producir el salto de las entrañas como agua de fuente, y la mujer maldita produce la visión ecuménica de un hijo que la llama “desde el Sol”. Al cerrarse a las demostraciones del tiempo, el presente fijado por el pensamiento poético adquiere su verdadera potencia, su capacidad para fecundar los Sueños, La Imaginación y las Voluntad, es decir, las propiedades más vivas y activas de todas aquellas de las que hace uso el poeta como “dueño y señor”:
La niña ciega
quiere saber
cómo es el mar:
Desde la orilla
tiende su mano
trémula y palpa
el agua, que se escurre entre sus dedos.
La niña ciega se sonríe…
¿Sabrá ya
–mejor que yo, mejor que tú…–
cómo es el mar?21
El ámbito de lo doméstico, a veces ha sido erróneamente definido como la acrópolis sagrada de la poesía de Loynaz. La legitimidad de la experiencia personal, y su constante socavar el mundo aparencial de lo múltiple y exterior, se ha confundido con la inofensiva, casi vegetativa complacencia en la estabilidad de una vida desprendida del curso de los grandes sacrificios. Ella misma, con su peculiar ironía, se encargó en más de una ocasión de trazar líneas de separación:
Hemos venido al mar.
Y la recién casada está contenta;
su dicha tiene la simplicidad
del paisaje ( Azul, azul, azul…
Y el horizonte cerca…)
Siento envidia
de sus zapatos blancos; de su chal
de batista, de sus dientes que brillan…
Se lo he dicho; y se ríe con el mar…22
Detrás de la imagen descriminadora puesta en acción con frecuencia por la crítica, funciona como estereotipo una vieja oposición de lo femenino y lo masculino, precisados psicológicamente como el espacio interior-lírico y el espacio exterior-épico, en representación de zonas de influencia que a través de la historia han sido reservadas de manera excluyente para ambos géneros: por supuesto, el primer espacio, lo doméstico, absorbido cómodamente dentro del segundo espacio, lo público. La frustración a priori, la encarnación del sentimiento de pérdida, para Dulce María guarda el significado de una superación drástica de toda vulgar dicotomía, elevándose por encima de cualquier devenir sujeto a las apariencias. Dentro de ese perpetuo afán trascendente, como a través de la práctica perfeccionista del oficio literario, se ahonda una menesterosidad que compulsa igualmente a la disolución en el Todo y a la recuperación de lo accidental, de lo firme por particular. Ese sentimiento de solidaridad absoluta, moviliza una voluntad unitaria, protectora de las infinitas posibilidades de la fragilidad, de la carencia no aceptada sino conquistada, y enfrentada a los tradicionales esquemas del éxito asociados a la posesión. Asume ella su sensibilidad femenina resistente, y, por la capacidad de identificarse de manera sensitiva con todo, realza el carácter creador de su condición de receptora maternal, que abriga tanto la “simplicidad del paisaje” como “la sabiduría”. Con dulce ironía, siempre salva Loynaz en el último momento cualquier reflujo hacia lo cálido y confortable de una felicidad comprobada, de una femineidad protegida. Esa ironía tan suya, estalla al final de este poema nada menos que en un diminutivo (cuando la causa de envidia, la “recién casada”, se transforma en “casadita”), una inflexión que funciona de manera escénica como la imagen del barco en la distancia remota, dejando el tenue temblor de la estela que se aleja, dando un desconcertante sentido de profundidad a la experiencia superficial.
No creen que es posible que yo envidie
algo; He quedado un rato pensativa;
arriba brilla un cielo de metal.
(……………………………)
La recién casadita hace caminos
de arena: ¡Sus caminos durarán
acaso más que mi sabiduría!
La hasta cierto punto agresiva identificación del sujeto lírico con lo enigmático de lo que no está a su alcance, termina por desgarrar esa monotonía aplastante, sensorial, casi metálica del paisaje (“azul, azul, azul…, el horizonte cerca”), y se revela contra el estéril sentimiento de placer y de dominio autocomplaciente:
Y ella tiene el amor… ¡Todo el amor!
en el hoyuelo que la risa forma
en su mejilla…
Yo tengo el Silencio.
—Y el barco que se aleja… —
Tengo más…23
NOTAS:
[1] El escritor argentino Jorge Luis Borges, para quien la historia del pensamiento habría sido no más que la historia de algunas cuantas metáforas, llegó a explicarse la autoridad de unos escritores por encima de otros a través del tiempo, según la imagen, el símbolo que fueran capaces de incorporar a la historia, en tanto sus obras y sus vidas hubieran adquirido la coherencia y contundencia de esa entidad cultural tras cuya mera evocación ya nunca más podrían dejar de citarse sus nombres y sus arduas empresas literarias. El desarrollo de esta tesis, por supuesto, recuerda mucho a los laberintos ideales que gustaba de construir Borges. Sin embargo, no es menos cierto que la compleja relación e interdependencia de los hechos literarios con la vasta realidad ecuménica, tiene tanto de enigmático como la más personal de las ficciones. La soledad, la libertad de la literatura en su relación con los fenómenos sociales, sufre normalmente la imposición de normas extraliterarias. ¿Por qué, por justicia a la razón, en pos de igualdad, no ensayar desde adentro de la literatura la explicación de las secretas leyes del universo social?
2 Federico Carlos Saínz de Robles. “Nota preliminar”. En: Obra Lírica, Dulce María Loynaz, Aguilar, Madrid, 1955, p. 12.
3 Varios autores. “Conversación con Dulce María Loynaz”. En: Pedro Simón (comp.), p. 46.
4 A la pregunta “¿Cómo se inició usted en la poesía?”, responde Dulce María: “Creo que la poesía estaba dentro de nosotros – me refiero a mis hermanos Enrique, Carlos Manuel y Flor -, como esos ríos que corren gran trecho bajo tierra hasta que al fin encuentran cualquier grieta por donde brotar”. En: “Conversación con Dulce María Loynaz”, Pedro Simón (comp.), op. cit., p. 31. Hay que recordar que su apellido estaba exclusivamente asociado a la gesta independentista de su padre, Enrique Loynaz, general del ejército libertador y compositor del Himno Invasor.
5 “Casi nadie sabe, o muy pocos recuerdan que Lezama fue vicepresidente de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC) en su fundación. Yo mismo conservo mi carnet de miembro firmado por el entonces vicepresidente nacional Lezama Lima. Incluso, poco después del triunfo de la Revolución se ofrecieron una serie de conferencias en la escalinata de La Habana por un grupo de intelectuales de gran prestigio, y allí brindó su charla un día Lezama”. Salvador Bueno. En: Las historias cerradas, entrevista de Francis Sánchez, inédita.
6 “Las sesiones casi siempre consistían sólo en los partes del secretario, donde este daba a conocer los fallecimientos de miembros de otras academias nacionales. Cuando alguien proponía la entrada de alguna personalidad, Dulce María se disculpaba diciendo: Sí, yo también quisiera, pero es que no tengo más sillones. (…)Dulce María, católica militante, decide en el año 85 que debe ingresar José Antonio Portuondo. Y ella misma, además, lee el discurso de recepción de José Antonio, con un gran respeto por su obra. Así fue cómo entró el primer comunista, y se rompió la barrera. Por eso yo digo que todos le debemos a Dulce María que, por su prudencia, y por su cubanía, ella salvó a la Academia. No deja de ser verdad que ella tuviera sus choques con Nicolás Guillén, por algunas cosas que él dijo en su momento contra la Academia, pero ella supo ver que había que dar un paso en otro sentido, porque la Academia o se estaba llenando de viejos que duraban poco o de individuos que lo único que tenían en su mente era abandonar el país. Ya después de ingresar Portuondo, se abre el camino para que la Academia pueda estar de acuerdo con el país, porque el problema es que la Academia era una cosa aislada dentro de Cuba.” Salvador Bueno. En: Las historias cerradas, entrevista de Francis Sánchez, inédita.
7 En: Dulce María. El que no ponga el alma de raíz se seca, Ediciones Vitral, Pinar del Río, 1997, p. 10.
8 Ibídem, p. 46.
9 Dulce María Loynaz. Cartas que no se extraviaron, p. 56.
10 Estas antologías son: La poesía moderna en Cuba (1926), de Félix Lizaso y José Antonio Fernández de Castro; La poesía Lírica en Cuba (1951), de José Manuel Carbonell; y La poesía Cubana en 1936 (1937), de Juan Ramón Jiménez.
11 Juan Ramón Jiménez. “Dulce María Loynaz”. En: Pedro Simón (comp.), op. cit., p. 101.
12 “Lo que resulta también de todo punto interesante es la personalidad física de Dulce María Loynaz; ese aspecto suyo como de cervatilla asustada que siempre le he advertido. Ojos pequeñitos y fijos, que preguntan y que al propio tiempo ya conocen todo lo que no se atreven a preguntar; un aire de otro mundo, como de inquietud de verse aquí, vestida con trajes y sombreros y zapatos, ella, que acaso no tiene ni espacio ni tiempo. Ella, que también se ha visto de ese modo –y no hay que engañarse, señoras y señores; nadie conoce al poeta mejor que el poeta mismo…” Eugenio Florit. “Una voz definitiva en la lírica cubana”. En: Pedro Simón (comp.), op. cit., p. 125.
13 Dulce María Loynaz. “Juegos de agua”, “Juegos de agua”, Poesía Completa, p. 77.
14 Dulce María Loynaz. “Isla”, “Juegos de Agua”, op. cit., p. 78.
15 Dulce María Loynaz. “La mujer de humo”, “Versos”, op. cit., p. 35.
16 Lejos del total aislamiento achacado con frecuencia a la poetisa, ella en verdad se las ingenió para estar en el centro de una serie de hechos decisivos para la historia de la cultura cubana. Pudieran citarse acontecimientos como la visita de Juan Ramón Jiménez y de Federico García Lorca. “Aunque en verdad – y aún mucho antes del triunfo de la Revolución – siempre fue una figura distante, distante de su propio entorno (…) Dulce María estuvo presente en todo gran momento de nuestra cultura (…) lo que nos mueve a indagar por lo distante de su propia sonrisa, difícil sonrisa, que, de descifrarse, nos daría quizás el secreto de su poesía, que, como el de todo misterio verdadero, no reside en lo que oculta sino en lo que revela”. Fina García Marruz. “Aquel girón de luz”. En: Pedro Simón (comp.), op. cit., p. 173.
17 Cintio Vitier. “Relieve en la ausencia”. En: Pedro Simón (comp.), op. cit., p. 159.
18 Enrique Saínz. “Reflexiones en torno a la poesía de Dulce María Loynaz”. En: Pedro Simón (comp.), op. cit., p. 200.
19 “Sí, hubo una clausura (…), una aventura espiritual que pertenece a la historia secreta de nuestros estilos, a uno de los más ocultos, penumbrosos estilos de nuestra historia (…), y si queremos hoy entender de veras lo que fue aquella República de la que venimos, en la que se abrieron los caminos que tan difícil y dolorosamente han llegado hasta nosotros, tenemos que entenderla en la completez de su afuera y su adentro”. Cintio Vitier. “Relieve en la ausencia”. En: Pedro Simón (comp.), op. cit., p. 161.
20 Dulce María Loynaz. “Poema XLIII”, “Poemas sin Nombre”, Poesía Completa, p. 116.
21 Dulce María Loynaz. “Presencia”, “Juegos del Agua”, op. cit., p. 82.
22 Dulce María Loynaz. “Momento”, “Juegos del agua”, op. cit., pp. 83-84.
23 Ibídem.
En: Dulce María Loynaz: La agonía de un mito (Premio nacional de ensayo sociocultural «Juan Marinello», 2000. Colección del Centro de Investigación y Desarrollo de la Cultura Juan Marinello, La Habana, 2001).